Por Claudio FERNANDO Sprejer

Estudiar es una obligación moral

Pa, dejá…no me ordenes la pieza

Estos pibes son unos vagos… no quieren estudiar

Antes de desarrollar la idea principal, necesito pararme en algunos lugares seguros que le permitan al lector valorar mejor la situación: quien me leyó en alguna otra publicación (https://deceducando.org/2016/07/06/tiren-los-libros-sinceramente-tuyo/) o en algún cuento o relato escrito por un alter-ego mío circulando por internet, ya sabe que soy docente desde hace muchos años, alrededor de unos treinta. Tengo cincuenta y cuatro años, bastante mal llevados y, desde los cuarenta y dos, que sufro de presbicia, lo cual redunda en la utilización forzada de anteojos para ver de cerca; actualmente con 2,5 de aumento autodiagnosticado en colaboración con quien me vende los anteojos (el chino de la vuelta de casa).

Las materias que dicto son todas las relacionadas con el área de Informática; desde salita de cuatro años hasta quinto año del bachillerato, pasando también por primaria. Lo explico así porque los distintos nombres de “Informática” deberían formar parte de otra discusión que no deseo plantear en este espacio. La cuestión es que, como decía antes, a mis cincuenta y cuatro años, y contra todo pronóstico, aún sigo dictando clases en nivel inicial. Es más, podría arriesgar que son mis horas más felices como docente (y por lo que veo y me cuentan, las de ellos también como estudiantes). Esta conjetura podría extenderse al menos hasta el tercer grado, con niños y niñas que corean mi nombre cuando me ven por los pasillos del colegio, lo que me obliga a esconderme los días en que no tengo clases con ellos para no generar un clima de desorden dentro las aulas y el consiguiente enojo de las maestras (otro día hablaremos de “orden”).  

Una última aclaración: leyendo todos los artículos de DeCeducando (¡por cierto, qué gran nombre!), no dejo de sentirme un poco intimidado por el calibre de las personas que escribe; quisiera entonces que se entienda que el tono de este texto intenta ser el de alguien que habla desde el lugar del docente.

Meses atrás, antes de finalizar el 2018, fui invitado a la UBA  para presenciar la exposición de los proyectos finales de la asignatura Informática y Educación. Era una preocupación evidente de la cátedra que lo expuesto se pudiera “bajar” al aula, así que, desde ese lugar, espero que no les parezca nada mas que una nota irreverente. 

Dicho esto, vamos al asunto.

¿Qué se les puede enseñar a los alumnos que tienen que aprender Informática, o Educación Tecnológica, o Tecnología de La Información   o “Compu”, o como se llame la asignatura? 

¿Tiene sentido insistir con la conceptualización de ciertos comportamientos tecnológicos que los chicos tienen adquiridos previamente y que, incluso, manejan mejor que cierto señor con presbicia y anteojos baratos? 

Me alejo un poco…

Un amigo y profesor de Lengua y Literatura me dice que soy “parentético”, poniéndome en el grupo de las personas a las que les cuesta llegar al punto y se vuelven pesadas a la hora de escribir. Como no recuerdo exactamente si ese era el término que utilizó, acudo a google: escribo “parentético”. No me termina de convencer la definición de la RAE, entonces escribo “persona a la que le cuesta llegar al punto”. Me salen como resultado varias páginas que relacionan lo que acabo de escribir con el orgasmo.

Pienso: Hace algunos años daba clases acerca de cómo encarar una buena búsqueda en Internet, de hecho la pertinencia de la información era un tema omnipresente en los libros de tecnología educativa de la época del cambio de milenio (increíblemente hoy vivimos en la época de las “fake news”). A pesar de mis esforzados intentos, mis alumnos sólo escribían el texto que se les ocurría en el buscador. Con los años, los algoritmos han mejorado tanto su precisión que de alguna manera fomentan que hagamos lo que mis alumnos en el pasado ya hacían.

Los tiempos de pensamiento y de asociación de ideas no siempre son veloces ni se ven acompañados simultáneamente por el ritmo de búsqueda y de selección de la información. Por lo tanto, los costos y los tiempos escasos con que se cuenta en las clases para este tipo de trabajos impide que los alumnos puedan repensar las categorías de búsqueda y construir criterios cada vez más pertinentes y atinados respecto de un campo disciplinar y de un trabajo de producción. Esta reconstrucción tampoco se realiza en clase posteriormente. Las búsquedas triviales generan una especie de “síndrome de conocimiento frágil interactivo”.

(Lion, 2006).

Resulta que han pasado varios años ya, y parecería que los propios algoritmos de google han tomado la “responsabilidad” (¿será una decisión efectivamente responsable?) de ahorrarnos el tiempo de pensamiento y de asociación de ideas. Ya no necesito acordarme de cuál es la continuación de Suipacha; es más, ni siquiera necesito recordar el nombre de la calle aludida porque Google Maps se encargará de mostrarme el lugar al cual voy todas las semanas.

Ahora bien, ¿será tan sólo una cuestión de sentido común que comprendamos que la intención de mi búsqueda anterior no estaba relacionada con ningún tipo de orgasmo? Una persona a la cual se le agota la batería de su celular, ¿se dará cuenta que puede orientarse mirando los carteles de la calle?¿Podrá preguntarle a otro transeúnte, aunque sea desconocido, acerca de la ubicación de la calle Tacuarí?

Mientras escribo esto recuerdo que, cuando estaba en primer año, había un profesor de matemática que me obligaba a realizar las raices cuadradas a mano y yo he llegado a llorar de angustia por no entender ese procedimiento (que justamente se trataba de un algoritmo matemático).

Vuelvo.

 Lo importante debería ser el objetivo que perseguimos al enseñar. Lo voy a ejemplificar: 

Caso número 1: Cuando estábamos haciendo las reuniones con cada grupo de familias en febrero (que eran sólo para adultos), varios de ellos acudieron al colegio con sus hijos, por lo cual, al empezar la reunión de segundo grado, los progenitores les dieron a sus hijos sus celulares -“así te divertís mientras esperás afuera”-. Cuando yo pasé por ahí sucedió lo que les comenté anteriormente: los chicos comenzaron a corear mi nombre y se acercaron a abrazarme (no nos habíamos visto en todo el verano), así que yo, cual rockstar, me arrodillé (de manera muy poco elástica, por cierto) y nos confundimos todos en un abrazo. Al momento de pararme habían pasado no más de treinta segundos, luego de los cuales se me acercó una alumna con su celular y me dijo inocentemente: 

-¿Querés ver la animación que armé?-.

Lo que me mostró fue una hermosa reproducción del momento del abrazo múltiple, convertido al formato gif. No se qué celular tenía así que tampoco pude saber con qué aplicación lo hizo y si, supongamos, yo hubiese conocido todos esos detalles, igualmente hubiese tardado unas diez veces más del tiempo que ella demoró, eso sin tener en cuenta que existen restricciones sobre la difusión imágenes de niños menores.

Caso número 2: Alumnos de séptimo grado, en este caso, necesitan armar una línea de tiempo. La maestra les explicó cómo se compone la misma pero no fue específica en cuanto al método que deberían utilizar para desarrollarla. Algunos de ellos vinieron a verme y yo les recomendé una herramienta tecnológica. Otros, simplemente eligieron ver un video que les enseñaba algún método eficaz para construir líneas de tiempo. No hubo mayor diferencia en la calidad del trabajo del alumno a quien yo orienté, con respecto al que eligió el otro camino. La verdad es que el patrón común en ambos trabajos fue una adecuada presentación pero con debilidad en los contenidos específicos, que era lo requería, principalmente, la docente de grado.

Caso número 3: Nos sentamos con Facu (de salita de cuatro) a intentar resolver un juego que consiste en armar estructuras de montañas rusas utilizando diferentes herramientas que te van apareciendo a medida que pasás diferentes niveles en el juego. Lo que me pasa con este tipo de juegos es que, al igual que con la anécdota de la animación gif, ellos conocen la herramienta mejor que yo; sin embargo, Facu aprende cuando me explica cuál es la estrategia que va a seguir, incluso cuando escucha mi sugerencia con respecto a evaluar el ángulo de trayectoria (sin hablar de “ángulo” ni de “trayectoria”, por supuesto).

De lo dicho, podemos inferir que el aprendizaje resulta porque se da todo lo necesario:

Existe por parte del adulto la información acerca de la estructura cognitiva, se transfiere la información y se genera el involucramiento del sujeto cognoscente.

(Lion, op. cit.)

Concluyendo:

Podría hippotetizar que mi trabajo como docente es, antes que nada, mediar y generar comunicación. Para los casos 1 y 2, se trata de analizar cuáles son los datos que están faltando en el aprendizaje preadquirido sin intervención del docente y, sencillamente, ofrecerlos.

Trabajando en tres de los cuatro niveles de enseñanza y estando a su vez en contacto con gente de nivel universitario, encuentro algunas coincidencias: todos nos sentimos, por describirlo de alguna manera, como “Médicos sin fronteras”, simbolizando con esto la cuestión de hacer un esfuerzo encomiable a sabiendas de que perdemos en poder y en número.

Hay también una verdad de perogrullo que sostiene que “la tecnología cambia más rápido que la educación”. Con total respeto por los especialistas, yo considero que la educación está cambiando tan rápido como la tecnología, sólo que, si pensamos en educación como un aprendizaje controlado por la vista del docente, estaríamos generando nuestra propia fake news. 

Tal vez una de las claves para pensar la transformación del oficio docente esté vinculada a la relación que los jóvenes establecen con el conocimiento.

(Lamónica, 2019)

¿Lamónica le acaba de aplicar un mandoble a la mandíbula de nuestro ego? En particular yo coincido plenamente con su afirmación, pero, al mismo tiempo, cuando reflexiono acerca de lo que representa caigo en la paradoja de pensar que tal vez quienes (siempre desde el punto de vista del adulto) menos saben terminan siendo los que más saben. El problema pareceríamos ser nosotros, los adultos, independientemente del rol que ocupemos (familia, tutores o educadores), en gran parte desbordados y, para qué negarlo, cansados, conviviendo siempre conflictivamente dentro de la vorágine de los cambios que, irremediablemente, nos alejarán de nuestras zonas de confort.

Salvando algunas excepciones -que sin duda debemos mirar con mucha atención- sigue predominando en las escuelas una clase de sesgo clásico, en donde el contenido disciplinar ocupa un lugar central y en la que el docente se ubica en el centro de la escena. ​ El problema es que, como dice Serrés, no nos dimos cuenta de que, desde hace ya un tiempo, otros agentes se han apoderado de la función de la enseñanza.

(Lamónica, op. cit.)

Recuerdo haber leido hace muchos años a Nachmanovich (1990), quien decía en su libro La improvisación en la vida y en el arte, que, “Aprender a hablar es el aprendizaje de mayor dificultad que afronta el ser humano y el mismo se realiza improvisando”, entonces sería razonable pensar que, de aceptar dicha afirmación como cierta, podríamos entender el actual rol del docente clásico dentro del marco del aprendizaje como algo absolutamente sobrevalorado.

Así que, como colofón de lo anterior, propongo como primera medida que nos bajemos del pedestal y contemplemos el panorama desde el llano. A mí en particular me dan ganas. Y para eso no me hace falta comprar mis anteojos en una óptica, con los del chino de la vuelta me alcanza y me sobra.

¡Ah!  ¿Y para qué están  las tres frases que encabezan esta nota? Es el momento de releerlas y preguntárnoslo, como primera medida, a nosotros mismos.


referencias bibliográficas

Lion, C. (2006) Imaginar con tecnologías. Relaciones entre tecnologías y conocimiento, Buenos Aires: La Crujía Ediciones.

Lamónica, J. (2019) “El adolescente en la escuela”, en Lutereau, L. Esos raros adolescentes nuevos, Buenos Aires: Paidós.

Nachmanovich, S. (1990) Free Play, Buenos Aires: Paidós


Claudio Fernando Sprejer es docente de amplia trayectoria enseñando tanto Informática y Educación Tecnológica como Ajedrez en los Niveles Inicial, Primario y Medio, ha publicado numerosos trabajos y proyectos a lo largo de su carrera por los que ha obtenido diversos reconocimientos. Algunos de ellos son: Premio a la trayectoria como Profesor de Ajedrez, otorgado por el Ministerio de Educación de la República Argentina, año 2007; Finalista del concursoIntel-Educ.ar, Proyectos educativos utilizando herramientas tecnológicas, años 2006 y 2007; Premio “Una ventana al futuro” (Fundación Telefónica, noviembre de 2012) como profesor orientador y corrector en escritura de cuentos; “Colegio tecnológico: ¿pérdida de control o nuevos liderazgos?“aprobado por el Comité de Arbitraje de la publicación académica “Reflexión Académica en Diseño y Comunicación” [ISSN: 1668-1673], evaluada con 1 (nivel superior de excelencia) por CAICYT – Centro Argentino de Información Científica y Tecnológica / CONICET , escrito en co-autoría con Lucía Merino, Buenos Aires, año 2015. En su faceta de escritor de ficción ha publicado “Mis mujeres en minúscula”, Ed. Corregidor, año 2009, Buenos Aires; ha obtenido Accesit y Premio de poesía, I certamen de Poesía “Revista Literaria Katharsis”, España, marzo de 2009; El Tablero Abandonado I y II (educ.ar, 2010/2011)

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