
Por Pablo Américo
El seis de mayo de este año, mientras el público estaba más ocupado con los episodios finales de Game of Thrones, HBO estrenó el primer capítulo de su miniserie “Chernobyl”, un racconto de los eventos ocurridos en la central nuclear de Chernobyl en 1986. Con un ensamble actoral de primera (que incluye a Jared Harris, Stellan Skarsgård y Emily Watson) y una recreación extremadamente detallista de la agonizante Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la producción se ganó el favor de la crítica de manera rápida y vio crecer su audiencia semana tras semana. El momento de estrellato de Chernobyl comenzó con su tercer capítulo -emitido al día siguiente del final de Game of Thrones-, al cual los televidentes acudieron desesperados, con la deducible intención de quitarse el gusto a épica fantástica de la boca y obtener algo de aparente realismo.
Es probable que una parte de una generación haya descubierto Chernobyl estas últimas semanas. Alejados de las contingencias de “Jijiji”, muchos centennials (y unos cuantos millennials, así como miembros de generaciones sin nombres) parecen haber descubierto que la URSS se trató de un sistema autoritario, de pretensiones totalitarias, cuyo aparato estatal, para fines de los ochenta, estaba dirigido por una corporación burocrática senil y blanca, que habitaba un Elysium(1) edénico totalmente alejado de la realidad de los trabajadores soviéticos. Más de un joven ha sido convertido en militante de ultraderecha durante estas últimas semanas o ha visto re-confirmadas sus pasiones anticomunistas. Y no hay con qué culparlos: el desastre nuclear de Chernobyl fue un acontecimiento atroz que puso en peligro a buena parte de Europa Oriental por culpa de la negligencia de una clase burocrático-empresarial (no olvidemos que la URSS a esas alturas practicaba lo que podríamos llamar un “capitalismo de Estado”) cuyos errores aún siguen siendo pagados por miles de personas afectadas por el “accidente”.
Pero tampoco podemos negar que la serie peca de anticomunismo banal, aunque lo disimula con destreza. En una escena, los guionistas incluso se dan el lujo de mostrar como ridículo el hecho de que un alto funcionario, un apparatchik, que comenzó su carrera como un obrero en una fábrica de zapatos, pretenda darle órdenes a una física. Se focaliza el desarrollo de la secuencia en el hecho de que el funcionario sea un obrero de fábrica que ascendió por la escalera burocrática soviética frente al ganado conocimiento (elitismo del bueno) de la científica.
Toda la escena se trata de una fantasía hollywoodense: el personaje de Ulana Khomyuk (Emily Watson) es una creación de la serie, un collage fantasioso de científicos que intervinieron durante los eventos y el intercambio con el funcionario soviético parece un escenario muy poco factible(2). Khomyuk representa buena parte de la necesaria ficción de Chernobyl: es la heroína, la profeta, la científica que representa la buena moral y la meritocracia en un sistema corrupto; la mujer que con sus decisiones individuales salva a Europa.
No estoy queriendo criticar a Chernobyl en sí, ni considero que la ficción histórica tenga que ser basada en reconstrucciones verídicas. En cualquier caso, todo lo contrario, pienso que un ejercicio así sería un documental con actores, no una ficción. Celebro a Chernobyl pero es imposible desatenderse del contexto en que Chernobyl se produce, ni de sus intenciones ideológicas.
Creo que lo más perturbador de Chernobyl es lo que no cuenta. Al ubicar el desastre ecológico en esas tierras lejanas espacio-temporalmente (¿la URSS?) y asignar la carga de culpas a “políticos”, parece una ficción perfecta para estos tiempos de no-historia y de celebración religiosa de las inmanentes fuerzas del mercado. La industria que parió a Chernobyl ha evitado embarazarse de su gemelo más perturbador: Katrina.
En febrero del 2016, el productor y director Ryan Murphy (Glee, American Horror Story, Nip/Tuck) lanzó su nueva producción: la serie de miniseries “American Crime Story”, basada en reconstrucciones de famosos crímenes norteamericanos. La primera temporada, aclamada por el ecosistema cultural norteamericano, se enfocó en el caso “The People v.s O. J. Simpson”, mientras que la segunda temporada siguió los desarrollos del asesinato de Gianni Versace. Entre ambas miniseries hubo dos años de distancia debido a que la segunda temporada, que se iba a estrenar en el año 2017, nunca fue producida.
Ryan Murphy había anunciado su intención de hacer una temporada enfocada en los eventos del huracán Katrina, basándose en particular en el libro “Five Days at a Memorial” que narra las difíciles decisiones que un grupo de médicos tuvieron que tomar en un hospital de Nueva Orleans, cuando todos los planes de emergencia fallaron y el edificio quedó sin electricidad mientras un afluente interminable de heridos ingresaba al lugar. El “crimen” del libro es cometido por varios de los médicos que decidieron eutanizar a los pacientes que no iban a poder ser salvados, buscando “aliviar su dolor”, mientras las autoridades estatales de USA se veían incapaces de responder a la emergencia. Al día de hoy, “Katrina” ha sido cancelada debido a que no encontró financiamiento de parte de ninguna productora.
Detrás de los desastres ocasionados por Katrina existen fuerzas no muy distantes a las que HBO nos hizo temer con Chernobyl(3). El choque de un huracán contra una indefensa ciudad estadounidense parece un evento más atribuible a la “ira de los dioses” que las fallas en una planta nuclear, pero lo cierto es que las obras que podrían haber atenuado la destrucción causada por Katrina habían sido planificadas luego de la destrucción causada por el huracán Betsy en 1965. Cuarenta años después, las obras establecidas por la “Flood Control Act of 1965” no habían sido terminadas y las que estaban de pie no fueron suficientes para contener los efectos de Katrina.
El ochenta por ciento de la ciudad de Nueva Orleans se inundó en agosto del 2005. Miles de personas fallecieron, otros cientos fueron “desaparecidos” (incluyendo a prisioneros que fueron abandonados en sus celdas), existiendo fuertes evidencias de la desatención sufrida por la ciudad se debió a que buena parte de su población es de “raza” negra. El Estado federal, desmantelado (mejor dicho, reconfigurado, reterritorializado) durante décadas de políticas neoliberales, mostró su incapacidad para responder ante un evento de la magnitud de Katrina, en una crisis que fue, entre otras, la causa de la derrota electoral republicana en el 2008.
¿Por qué Chernobyl, con su lejanía, asusta más que Katrina? Quizás es porque Chernobyl es justamente eso: un terror que parece lejano. Por más paralelos con las fake news, China o Donald Trump que hayan sido planteados en las columnas digitales de las últimas semanas, Chernobyl es a nuestros ojos un evento que nos produce (casi) nostalgia. ¿No era, acaso, ese mundo bipolar de buenos y malos un lugar mucho más acogedor que nuestra contemporaneidad incomprensible? ¿No es, acaso, reconfortante observar los terribles desastres producidos por villanos de James Bond desde la comodidad de nuestras laptops con Netflix y Cablevisión Flow?
Desastres naturales como Katrina, o el derrame de petróleo en el golfo de México, nos son mucho más cercanos y lejanos a la vez. La idea misma de que el calentamiento global, producto directo del modo de producción imperante en nuestro planeta, pueda representar un peligro para nuestras vidas es un Chernobyl cotidiano que decidimos evitar. Y, cuando lo hacemos, lo introducimos en narrativas individualistas de auto-heroísmo: nos convencemos, anestesiados, de que si dejamos de utilizar bombillas de plástico vamos a poder detener la contaminación y la inminente destrucción del planeta.
El calentamiento global no es causado por un puñado de empresas multinacionales radicadas en las principales potencias mundiales sino por un puñado de idiotas que van a McDonalds y usan sorbetes de plástico. Chernobyl no es resultado de una serie de omisiones e irresponsabilidades de la burocracia y el empresariado de una potencia nuclear, sino que es producto de la maldad de un puñado de funcionarios comunistas corruptos que, por suerte, pudo ser mitigada por un conjunto de heroicos científicos y estoicos trabajadores. El mal es ideológico, la bondad: individual. El desastre nunca va a ocurrirnos a nosotros, los buenos, los modernos.
Quizá el paralelo más fuerte esté en los significados. El desastre de Chernobyl es presentado como la diapositiva del fracaso del intento de establecer un régimen comunista en la Rusia post-zarista. Mientras tanto, Katrina, o el mismo calentamiento global, no puede ser visto como algo más que el subproducto o la triste anécdota de la cotidianeidad capitalista.
Después de todo, ¿tenemos alternativa alguna? Si más allá del Muro solo se ve el paraje desolado de Pripyat…
(1) En referencia al largometraje “Elysium” (2013) de Neill Blomkamp, cuya historia se centra en un futuro distópico en el que los multimillonarios habitan en una estación espacial paradisiaca, mientras que el resto de los seres humanos viven en una Tierra desolada que se muere poco a poco. Algo así como la Argentina en 2019.
(2) En New Yorker salió un artículo, cuyas fuentes no he verificado, que entre otras falencias de la serie señala esta escena. Pueden consultarlo en: https://www.newyorker.com/news/our-columnists/what-hbos-chernobyl-got-right-and-what-it-got-terribly-wrong
(3) No puedo dejar de mencionar que la serie posiblemente se basa en el excelente libro “Voces de Chernobyl” de la bielorrusa ganadora del Nobel Svetlana Aleksiévich.