Javier Lamónica(1)

Las preguntas acerca del sentido de “lo escolar” no son nuevas. En tiempos que se definen como desbocados y líquidos, la maquinaria educativa no escapa a este estado de incertidumbre que nos lleva –en ocasiones- a planteos que hacen tambalear la lógica institucional y su función dentro del tejido social.

En las últimas décadas, los problemas de la adolescencia, la disolución de la familia tradicional y los conflictos sociales asociados a la pobreza y la inmigración, han desembarcado en los colegios, que se han visto en la obligación de resolver una enorme cantidad de cuestiones para las cuales no estaban (aparentemente) preparados.

Un interrogante parece entonces atravesar el debate. ¿Es concebible una educación sin escuela? ¿Es posible una sociedad sin instituciones? Una suerte de “efecto proustiano” recorre a un sistema educativo que siempre encuentra en “un tiempo perdido” las respuestas a sus propios fracasos. A pesar de esto y más allá de las intermitentes voces que se alzan pronosticando su fin, la empresa de la enseñanza sigue su curso, día a día, año tras año.

Es que como señala Enríquez (2002) no se concibe una sociedad sin instituciones. Éstas están siempre presentes, ya que lo propio del humano es construir y destruir instituciones.

Debemos entonces reformular la pregunta. ¿Cuál es la función de las instituciones? ¿Qué sentido tiene hoy la escuela (si es que tiene)?

En el transcurso de este ensayo, trataremos de definir lo propio de la institución educativa como arquitectura simbólica e imaginaria específica, intentando dar respuesta a los diferentes interrogantes abiertos en los párrafos anteriores.

Comenzaremos diciendo que el hombre es un ser cultural y, en el mismo sentido, institucional. En términos freudianos, la “cultura” designa a la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre de la naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí (Freud, 2007: 41).

La vida en comunidad supone, entonces, la renuncia de las satisfacciones instintivas en beneficio del funcionamiento colectivo. A diferencia del hombre primitivo, el ser social debe establecer pautas comunes que regulen y posibiliten la vida social. De este modo, es la institución, entendida como ley fundante, la que establece y da forma a la sociedad (Enríquez, 2002).

Esta construcción implica, como ya hemos dicho, resignar una parte de nuestras disposiciones instintivas. Los pesados sacrificios a los que nos vemos obligados para garantizar la existencia común se vuelven contra el individuo, quien debe pagar un alto precio para que la cultura subsista. Según el psicoanálisis, esto determina el surgimiento de la neurosis, la cual aparece como una solución entre los intereses de autoconservación y las exigencias de la libido.

“Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no solo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella la felicidad. En efecto, el hombre primitivo estaba menos agobiado en ese sentido, pues no conocía restricción alguna de sus instintos. En cambio, eran muy escasas sus perspectivas de poder gozar largo tiempo de su felicidad. El hombre civilizado ha trocado una parte de posible felicidad por una parte de seguridad.” (Freud, 2007: 72).

Por lo dicho, se entiende que toda institución tratará de hacer parecer que lo que hace es mejor que lo que es. En este sentido, es un imaginario que se encarna y hay grupos de poder que van a manipular esta necesidad de creer en ella. Como menciona Enríquez (2002), se puede decir que hay institución cuando tenemos grupos con leyes de funcionamiento, modos de transmisión y cierta influencia sobre el funcionamiento de una sociedad. Este sistema de valores y de acciones debe ser internalizado en comportamientos concretos que generen obediencia.

Como nos muestra Tótem y tabú (Freud, 1991), las instituciones deben canalizar las tendencias instintivas y construir una unidad a partir del fantasma de lo único. Esto lleva a una idealización y sacralización del objeto que genera una “ambivalencia afectiva”. El desarrollo de tendencias cariñosas y hostiles, no sólo hacia las figuras que encarnan a las instituciones (padre, jefe, maestro, etc.), sino también hacia los propios bienes materiales que les dan forma, muestran la paradoja existencial de la cultura, ya que -por un lado- permite el desarrollo de la sociedad, pero -por otro- nos impone una vida idéntica.

Las restricciones tabú -de las que nos habla el autor en este trabajo- tienen un carácter sagrado e inquietante que carece de todo fundamento. Su origen es desconocido e incomprensible para nosotros. “El tabú es una prohibición muy antigua, impuesta desde el exterior (por una autoridad) y dirigida contra los deseos más intensos del hombre” (2013: 1769). Si bien estas prohibiciones se distinguen de las puramente morales o religiosas por no pertenecer a un sistema que considere necesarias -en un sentido general- las abstenciones y fundamente tal necesidad, guarda con estas una relación muy profunda. Originadas en el exterior, poco a poco se van constituyendo en un poder independiente, hasta convertirse en una prohibición impuesta por la tradición y la costumbre y, en último término, por la ley.

Si hablamos de las instituciones, la sumisión interiorizada de esas restricciones las vuelve totalitarias e impide la libre expresión de los individuos que las integran. Pero cuando las  reglas empiezan a ser cuestionadas, se cuestiona su propio funcionamiento. Es por esto que las instituciones tienen una tendencia a reproducirse y se busca que sean lo más fieles posibles. Si se adaptan, corren el riesgo de que su dogma despierte menos adhesión (obediencia) y de que su saber empiece a ser cuestionado (Enríquez, 2002).

A pesar de esto, es bueno recordar lo que señala Castoriadis acerca de la noción económico-funcional de las instituciones. Si bien es cierto que la sociedad no puede sobrevivir si no se cumplen una serie de funciones, estas pueden cambiar con el paso del tiempo. Por eso resulta imposible reducir a las instituciones a una racionalidad y funcionalidad determinada. Esto significa que existe cierta independencia entre el formalismo o simbolismo (en el cual estas últimas se expresan) y la función o contenido que supuestamente vehiculizan. Como señala el autor, si esto fuera así no podrían existir contradicciones entre los fines funcionales de la institución y los efectos de su funcionalidad real.

Esta red simbólica sobre la cual se estructuran las instituciones, que, como ya dijimos, no es neutra al funcionamiento de los procesos reales, no se constituye de una vez y para siempre. Esta construcción no es libre, ya que debe tomar su materia de lo que se encuentra ahí.

“Todo simbolismo se edifica sobre las ruinas de los edificios simbólicos precedentes, y utiliza sus materiales –incluso si no es más que para rellenar los fundamentos de los nuevos templos- como lo hicieron los atenienses después de las guerras médicas.” (Castoriadis, 1999: 209).

Como indica este autor, solo en etapas avanzadas se unen el componente imaginario del símbolo, su significado, y su vínculo, es decir, su funcionalidad. Muchas veces esta última relación se pierde al ritualizarse el vínculo entre significado y significante. Esto hace que ciertas instituciones sobrevivan mucho tiempo después de que desaparezcan las condiciones que las han hecho nacer. En estas circunstancias, el imaginario puede implicar cosas que van más allá de los motivos supuestamente funcionales sobre los cuales se erigió una institución determinada, incluso contradiciéndolos y elaborando nuevos vínculos.

En relación a esto último, resulta interesante examinar algunos elementos de la película “Canino” (2009) de Giorgos Lanthimos. El film cuenta la historia de un matrimonio y sus tres hijos jóvenes. Condenados a una vida que se desarrolla exclusivamente en el hogar, perfectamente custodiado por una alta valla que rodea la propiedad, los padres recrean un mundo diferente en el cual los hijos se mantienen aislados del exterior. El artificio creado por los adultos es llevado a límites que rozan lo ridículo (para nosotros). Desde enseñarles diferentes significados para las palabras cotidianas, pasando por bailes extravagantes, hasta hacerles creer que la madre va a dar a luz “dos niños y un perro” pero que su nacimiento puede ser cancelado si los jóvenes no muestran una mejora en su comportamiento diario. Finalmente, el elemento simbólico más fuerte que aparece a lo largo de la trama, es la idea de que cada niño estará listo para aventurarse fuera del complejo una vez que haya perdido un colmillo. Esta regla tiene un condimento adicional ya que para poder alejarse del hogar deberán hacerlo en auto pero, para conseguir el registro tendrán que esperar que el colmillo crezca nuevamente. El desenlace es una cruda muestra de lo que mencionamos en los párrafos anteriores. Es la hija mayor quien empieza a cuestionar el sistema de valores y creencias impuesto por los padres. Cansada de las restricciones a las que se enfrentaba día a día, se encierra en el baúl del auto (única vía de fuga), luego de arrancarse el colmillo con una mancuerna. De este modo encuentra un medio “legítimo” para escapar de la ley.

Retomando a Castoriadis, vemos como en la situación propuesta por la película, la “regla del colmillo”, creada a fin de mantener a los hijos dentro del hogar y garantizar su supervivencia, va a ser el elemento que permita romper el “cerco institucional” y escapar de su imaginario. Sin embargo, y tal vez lo más interesante de la obra, es que la protagonista no logra hacerlo sino a través del mismo sistema de reglas con el que ella misma estaba identificada. Es la propia red simbólica la que le permite establecer nuevos vínculos funcionales. En este sentido, podríamos decir que no es más que una “trampa”, que demuestra un uso lúcido y reflexivo de las funciones que el símbolo vehiculiza.

“Jamás podemos salir del lenguaje, pero nuestra movilidad en el lenguaje no tiene límites y nos permite ponerlo todo en cuestión, incluso el lenguaje y nuestra relación con él. Lo mismo ocurre con el simbolismo institucional, salvo –por supuesto- que el grado de complejidad en él es incomparablemente más elevado. Nada de lo que pertenece propiamente al simbolismo impone indefectiblemente la dominación de un simbolismo autonomizado de las instituciones sobre la vida social; nada, en el simbolismo institucional mismo, excluye su uso lúcido por la sociedad.” (Castoriadis, 1999: 218).

Si recuperamos la crítica a la noción económico-funcional de las instituciones veremos que es igualmente difícil determinar un sentido. Esta visión moderna de la institución, se hace visible en diferentes estudios que sostienen que estamos viviendo una era de destituciones y declives (Sibilia 2012, 2006; Corea y Lewcowicz, 2004; Duschatsky y Corea, 2002; Dussel, 2006). Destitución de la infancia, destitución de la interpelación pedagógica, destitución de la familia, destitución, destitución, destitución…

Una sensación de orfandad generalizada en la que nada tiene sentido acompaña esta larga fila de marcos desregulados e instituciones sin brújula que no saben qué hacer con la tarea encomendada. Ante esta avalancha de pesimismo teórico solo nos queda hacernos una pregunta leninista: ¿qué hacer?

Tal vez una respuesta posible es salir a buscar el sentido de la vida, al igual que los personajes de Janne Teller en la novela “Nada” (2000). O podemos sumarnos a la resignada ola de directivos, docentes, padres y alumnos que no encuentran en la escuela nada que valga realmente la pena. Otro camino para tratar de explicar el estado de crisis en el cual parecen haber caído, de una vez y para siempre, algunas de las más importantes instituciones sociales, es mirar el problema por su reverso.

Propondremos a partir de aquí, que no es una “falta” si no un “exceso” de sentido lo que ha convertido a las instituciones en meras organizaciones más preocupadas en el ¿cómo? que en el ¿para qué?. Es el alcance del conocimiento acerca de los efectos reales de la enseñanza escolar lo que debilita su función y no una pérdida de los sentidos que le dan forma.

¿Por qué creer que la crisis que atraviesa la tarea educativa tiene que ver con una contradicción entre los fines funcionales de la institución y su funcionamiento real? ¿Por qué no pensar, a partir de lo que señala Castoriadis, que la escuela vehiculiza otro tipo de contenidos, o que –incluso- no existe ninguna contradicción y que los resultados obtenidos son exactamente aquellos que se había fijado desde un inicio?

En este sentido, pueda resultar útil analizar alguna de las ideas que Baudelot y Leclercq plantean en su libro “Los efectos de la educación” (2008). Señalan los autores que, si bien la idea de que la escuela es una causa que produce efectos (garantizar la igualdad entre los hombres y contribuir al desarrollo económico formando trabajadores calificados), atraviesa el ideario educativo republicano desde sus inicios hasta nuestros días, la diferencia radica en que durante el siglo XIX se pensaba que su mera existencia garantizaba tales efectos, mientras que en la actualidad estos resultados empezaron a ser medidos.

Algunos de estos resultados nos muestran de manera gráfica lo que Bourdieu y Passeron nos dijeran hace ya mucho tiempo. La escuela es un espacio ideológico cuya función es propiciar la reproducción de las relaciones de producción existentes. Toda acción pedagógica, como instrumento de las clases dominantes, no es neutral, ni es efectuada para un conjunto humano armónico con intereses comunes; sino que implica “(…) una violencia simbólica en tanto que imposición, por un poder arbitrario, de una arbitrariedad cultural” (Bourdieu y Passeron, 1979: 25).

Dicho lo anterior, se puede anticipar una conclusión: la escuela puede ser un factor necesario pero nunca es una condición suficiente. En la relación entre alfabetización y escolarización siempre aparecen indicadores positivos, pero la eficacia de la escuela no se puede estandarizar con base en ellos. Entendida como capital -humano y cultural- la educación se adquiere de diversas formas (trabajo escolar, herencia o desempeño laboral) y puede transmitirse en la familia, la escuela o la empresa. Después del período de formación, este capital puede utilizarse como beneficio y otorgar a quien lo detenta ingresos materiales y simbólicos, pero también puede depreciarse en relación con la incapacidad individual o las circunstancias sociales.

Ante la pregunta con la cual se inicia el trabajo (¿cuáles son los efectos de la educación?), los autores concluyen que la escuela no hace mucho, pero hace. Hay efectos, por supuesto, pero no todos se parecen tanto a los ideales de los padres de las repúblicas.

Esto nos lleva a preguntarnos, ¿qué es entonces lo que cambió? Una vez más es Bourdieu quien nos puede ayudar a encontrar la respuesta. Si como dice el autor, la condición para el ejercicio de toda acción pedagógica es el desconocimiento social de la verdad objetiva que sustenta dicha autoridad, podríamos suponer que al develarse esos mecanismos queda debilitada su legitimidad, quedando en evidencia su poder de violencia simbólica.

Volviendo a lo que planteamos más arriba, la sensación de crisis institucional y de apocalipsis educativo estaría más relacionada con una desmitificación y desacralización de su contenido, producto de un proceso de cuestionamiento y significación de su funcionalidad real que con un “vaciamiento de sentido”.

Es Dubet quien señala que desde la creación de los sistemas educativos, las escuelas se ubicaron en el reino de los principios sagrados. “(…) el programa institucional primero fue definido por un conjunto de principios y valores concebidos como sagrados, homogéneos fuera del mundo y que no debían ser justificados” (2003: 15). Desde el momento mismo en que el proyecto escolar era concebido como trascendente, la autoridad y la disciplina pedagógica mantuvieron una autonomía y una racionalidad que las dejaba al margen de los demás actores de la sociedad civil. Pero desde hace unos treinta años, el desarrollo de la modernidad se ha vuelto contradictorio con el propio programa institucional. El fortalecimiento de la crítica  y de la autonomía individual, que también formaban parte del proyecto de esta era, terminaron introduciendo un virus en las mismas instituciones.

En esta misma dirección se encamina Erhemberg (2000) al mencionar que el debilitamiento de los lazos sociales nos ha enfrentado a la confusión entre múltiples referentes más que a su pérdida. El avance de la democracia ha aumentado nuestro grado de soberanía, pero nos ha dejado en la situación de tener que juzgar por nosotros mismos y de construir nuestros propios referentes. “En lugar de que una persona sea puesta en acción por un orden exterior (o por la conformidad de la ley), se hace necesario apoyarse en sus resortes internos, recurrir a sus competencias mentales.” (2000: 16).

Este hombre sobrecargado de responsabilidades, ya había sido estudiado por Erich Fromm en “El miedo a la libertad” (1967). En este trabajo, el autor analiza la destrucción de la estructura social medieval y la emergencia del individuo en el sentido moderno. Liberado de las autoridades tradicionales, dueño de triunfar y de fracasar de acuerdo con sus propios méritos y acciones, el hombre que tanto había luchado para alcanzar estas victorias, se había tornado aislado e impotente, volviéndose, muchas veces, en el autor de sus propias desdichas.

En este punto, podríamos volver a Freud y hacernos las siguientes preguntas: ¿qué sucede cuando el hombre no está dispuesto a renunciar a sus satisfacciones individuales? ¿Cuál es el costo de la desacralización del objeto y el desmantelamiento del carácter sagrado de la cultura? Si como señalamos al comienzo de nuestro trabajo, la finalidad de las producciones e instituciones humanas es proteger al hombre de la naturaleza y regular las relaciones que dan forma a la sociedad, podemos sostener que la exteriorización de las disposiciones instintivas afecta gravemente el funcionamiento del tejido social.

Si es cierto lo que afirma Baudrillard (2009), que el hombre -por su facultad excepcional para conocer- al tiempo que da sentido, valor y realidad al mundo, inició paralelamente un proceso de disolución, entonces ya no hay una representación posible del mundo.  

“Cuando todo desaparece por exceso de realidad, gracias al despliegue de una tecnología sin límites, material o mental, cuando el hombre está en condiciones de ir hasta el límite de sus posibilidades, entra por esta misma razón en un mundo que lo expulsa. Porque si lo propio del ser vivo es no ir hasta el límite de sus posibilidades, es la esencia del objeto técnico agotar las suyas y desplegarlas hacia y contra todo, incluso contra el hombre mismo, lo cual implica, en un plazo más o menos largo, su desaparición.” (Baudrillard, 2009: 23).

¿Qué hacer  –entonces- cuando ya “todo tiene sentido”? ¿Cuando no es posible creer, pensar o sentir nada sin preguntarnos por qué o para qué? ¿Cuando la ficción que hemos construido da paso a una realidad que nos muestra aquello que no debíamos o no queríamos ver?

Cuenta Víctor Frankel en uno de sus trabajos (2004), que uno de los primeros estados que experimentaron los detenidos en los campos de concentración durante el genocidio nazi, era lo que se conoce como “Ilusión de indulto”. Esto significa que no perdían la esperanza de ser liberados o, al menos, imaginaban que aquello iba a terminar bien, aún cuando las evidencias demostraran todo lo contrario.

Tal vez sea hora de volver a ignorar, de tolerar que no todo tiene sentido, de construir lazos y tender puentes sosteniendo la ilusión de que es posible. Como pretendía Cypher en la fantástica película de los Hermanos Wachowski, quizá sea hora de volver a la Matrix y olvidarnos, por un segundo, de que estamos rodeados de una triste y abrumadora realidad. 

Bibliografía

  • BAUDELOT, Ch. y LECLERQ (2008) Los efectos de la educación. Bs As. Del estante editorial.
  • BAUDRILLARD, J. (2009) ¿Por qué todo no ha desaparecido aún? Libros del Zorzal: Buenos Aires.
  • BOURDIEU, P. y PASSERON, J. (1979) La reproducción. Elementos para la teoría del sistema de enseñanza. Editorial Laia: México.
  • CASTORIADIS, C. (1983). La institución imaginaria de la sociedad. Tusquets: Barcelona.
  • COREA, C. LEWCOWICZ, I. (2004). Pedagogía del aburrido: escuelas destituidas, familias perplejas Buenos Aires: Paidós Educador
  • DUBET, F. (2006). El declive de la institución. Profesiones, sujetos e individuos en la modernidad. Barcelona: Gedisa.
  • DUBET, F. (2003), ¿Mutaciones institucionales y/o neoliberalismo? Conferencia inaugural del Seminario Internacional sobre “Gobernabilidad de los sistemas educativos en América Latina” organizado por el IIPE/UNESCO en Buenos Aires, 24 y 25 de Noviembre.
  • DUSSEL, I. (2006). Impactos de los cambios en el contexto social y organizacional del oficio docente. En TENTI FANFANI. (comp.). El oficio docente: vocación, oficio y trabajo en el siglo XXI. Buenos Aires. Fundación OSDE. IIPE-Unesco. Siglo Veintiuno Argentina. 2006.
  • EHRENBERG, A. (2000). La fatiga de ser uno mismo: depresión y sociedad Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión
  • ESTEVE, JOSÉ M. (2006). Identidad y desafíos de la condición docente. En TENTI FANFANI (comp.). El oficio docente: vocación, oficio y trabajo en el siglo XXI. Buenos Aires. Fundación OSDE. IIPE-Unesco. Siglo Veintiuno Argentina. 2006.
  • ENRÍQUEZ, E. (2002). La institución y las organizaciones en la educación y la formación. Novedades Educativas. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires: Buenos Aires.
  • FRANKL, V. (2004) El hombre en busca de sentido. Herder: Barcelona
  • FREUD, S. (2007). El malestar en la cultura. Ediciones Folio: Barcelona.
  • FREUD, S. (1991). Tótem y tabú. Amorrortu. Obras completa. Volumen 13.
  • FROMM, E. (1967). El miedo a la libertad. Buenos Aires: Paidos
  • SIBILIA, P. (2012) ¿Redes o paredes? Tinta Fresca. Buenos Aires.
  • TELLER, J. (2011) Nada. Seix Barral

Filmografía:

  • LANTIMOS, G. (2009) Canino. Boo productions. Grecia.
  • WACHOWSKI, A. y L. (1999) Matrix. Village Roadshow Pictures & Silver      Productions. EE.UU.

(1) Javier Lamónica es Estudiante de la Maestría en Gestión Educativa que ofrece la Universidad de San Andrés, Profesor de Historia (UBA), Especialista en Gestión Educativa (Universidad de San Andrés) y Diplomado Superior en Currículum y Prácticas Escolares en Contexto (FLACSO). Actualmente integra la Red de Investigadores sobre los Vínculos en la Escuela (Observatorio Argentino de Violencia en las escuelas), dependiente del Ministerio de Educación de la Nación. Ha participado, como expositor, de diferentes seminarios y congresos pedagógicos y lleva publicados diversos trabajos en artículos y libros. Se desempeña como Presidente de la Cooperativa de Trabajo Nuevo Guido Spano, donde también cumple funciones como docente. Trabaja en otras instituciones como Jefe de Departamento de las áreas de Convivencia Escolar y Problemática Educativa y realiza evaluaciones como consultor externo en temáticas referidas a la violencia entre pares.

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