
Por Javier Lamónica
Hace un tiempo me vengo encontrando con una serie de textos de difícil clasificación. Digo que me vengo encontrando, porque no es que salga a buscarlos sino que se trata de productos como mucha publicidad, de esos que solemos ver en las mesas de novedades, y cuyos autores y autoras circulan por los medios de comunicación como si se tratara de verdaderos rockstars. Lo llamativo del hallazgo es que se trata de trabajos que podríamos ubicar dentro del campo pedagógico, y bien sabemos que este tipo de contenidos no circulan con tanta visibilidad. De modo que en un primer momento me acerqué entusiasmado, porque veo con cierta preocupación la endogenia que habita la producción científica y porque estoy convencido de la necesidad de facilitar el acceso a este tipo de saberes que suelen habitar en ámbitos más bien reducidos.
Antes de proseguir, resulta importante señalar que no voy a hablar desde mi lugar de investigador sino desde mi rol de director de escuela. Hago esta aclaración absolutamente consciente, y en la búsqueda de dejar en evidencia una dificultad que atraviesa nuestra actividad; me refiero a la idea de que hay un lugar en donde se piensa y un lugar en donde se acciona. Todos los que vivimos la escuela reproducimos con cierta habitualidad esta idea de que quienes hablan, piensan y escriben sobre la escuela no suelen tener mucha idea de lo que ocurre día a día en los espacios educativos. Incluso es bastante cierto, y hasta podemos encontrar alguna investigación que da cuenta de ello, que muchos de los más importantes referentes de la pedagogía, o bien nunca fueron docentes del nivel sobre el cual escriben o bien se alejaron de él hace ya mucho tiempo. Incluso me tocó cruzarme en la academia con alguno de estos exponentes que defendiéndose de este argumento, incluso antes de que alguno de nosotros tuviera la oportunidad de esgrimirlo, hablaba de la “jactancia de la práctica” como un modo a través del cual los docentes menospreciamos la palabra de los “especialistas” alegando que “en la cancha se ven los pingos”. Vale decir, aunque pensándolo bien resulta bastante evidente, que dicho docente se jactaba de su capacidad para problematizar sobre asuntos sobre los cuales mostraba cierto desconocimiento, algo que cualquiera de nosotros podría advertir luego de pasar unos días dentro del aula.
Si bien algunas aproximaciones pueden ser más certeras, no es extraño que las mejores producciones sean aquellas que parten de la práctica, es decir, cuando hay un conocimiento experimental sobre el objeto de estudio. Con esto no quiero decir que el trabajo en el campo sea condición suficiente para abordarlo de modo científico, ya que esto sería invertir la máxima, sino que el oficio de enseñar tendría que atravesar la investigación sobre la enseñanza, algo que si analizamos otros campos disciplinares resulta absolutamente indispensable. Yendo a mi propia práctica, pude verificar que esto también se comprueba al estudiar los vínculos que atraviesan la escuela. No es extraño encontrar directivos que alejados del aula pierden herramientas para entender lo que ocurre dentro de ellas, lo que en ocasiones produce una distancia para acompañar los procesos propios de la gestión. Sin querer con esto introducir un debate serio pero tratando de mostrar el origen del malestar que me produjo leer los trabajos antes mencionados, tendría que agregar que una de las realidades que más me viene preocupando de mi trabajo es el vínculo entre padres/madres e hijos/as. Mas allá de cualquier relato nostálgico que traiga de vuelta aquellos tiempos en que la madres esperaban a sus hijos con la comida preparada al volver de la escuela, lo cierto es que las transformaciones en el mercado profesional y laboral (entre muchas otras) ocurridas en la últimas décadas impactaron fuertemente en la composición y organización de la familias. Esto no quiere decir que hayan desaparecido o que estén en vías de extinción, más bien podríamos entrever nuevas configuraciones que dan lugar a redefiniciones conceptuales. En este marco, no es extraño encontrar madres y padres cansados, que expresan con culpa la falta de deseo de compartir momentos con su hijos e hijas, agobiados e impacientes, sin capacidad para comprender y acompañar su crecimiento. Sin miedo a exagerar, podría arriesgar que un porcentaje mayoritario del acercamiento de las familias a la escuela, está motivado por la dificultad que este desencuentro produce. Podrán imaginar ustedes también (ya me los imagino abalanzándose sobre el texto), que estos síntomas no son excluyentes de los vínculos familiares y que los propios docentes dan cuenta de una situación escolar que se parece en mucho a la que se produce en los hogares. Aquí también podríamos detenernos y explorar las transformaciones que han devenido en la configuración de la escuela como dispositivo social, pero tampoco es esto de lo que quiero hablar.
Volvamos entonces a lo que me trajo a este desahogo. Como director de escuela, investigador y director de una revista de educación, me vi inmediatamente atraído por la primera plana con la que se exhibían los libros en cuestión. Ya adentrado en la lectura comencé a sentir un leve desagrado, que se fue convirtiendo en desconcierto. Al llegar al final de los textos no logré comprender a qué público estaban dirigidos, o, mejor dicho, me costó aceptar que se dedicaran centenares de páginas a un público que mirando con un poco de atención las estadísticas socioeconómicas de la población, representa una clara minoría. Es posible que no entiendan una sola palabra de lo que estoy diciendo, de modo que trataré de ser un poco más específico sin dejar en evidencia mis lecturas. Entiendo que cualquier propuesta que llame a despertar la curiosidad de los niños por la ciencia y por el conocimiento; que busque recomponer el vínculo familiar a través de la transmisión cultural, que se proponga reorientar el uso de los dispositivos tecnológicos para que devengan en herramientas ricas en la producción de experiencias sanas y creativas, debe tener en cuenta la realidad a la que antes hacía referencia. Si no consideramos que una gran mayoría de los niños y niñas en edad escolar son cuidados buena parte del día por “otros” y “otras” que no son ni padres ni madres, si no podemos ver que el encuentro con ellos se produce en un momento del día en que nuestra capacidad de atención, nuestra paciencia y nuestro deseo; están en franco declive, si no advertimos que la competitividad intergeneracional a la que hoy asistimos, contribuyó, entre otras cosas, a que los grandes de hoy nos volviéramos aún menos generosos y menos hospitalarios que nuestros antecesores, en un mundo en donde, además, la economía no cesa en mostrar una fractura en las generaciones, que parece no propiciar ni la transmisión ni la solidaridad, sino un recambio en el sentido de “cómo tirar a unos a la basura para entronizar momentáneamente a otros”, entonces estaremos dirigiendo nuestra palabra y nuestros esfuerzos a un reducido y culpógeno público imaginario, que comprará nuestros libros porque puede hacerlo, y que, en el mejor de los casos, se mandará la parte, al igual que sus autores, contándonos cómo hacen (o dicen hacer) con sus hijos e hijas lo que la mayoría de nosotros ni siquiera soñamos.