Gabriel E. D. Casellas(1)
Repartí las pruebas de diagnóstico, corregidas, entre los alumnos. Y se inició el drama. Sabía que el grupo era difícil, que había varios de los niños que tenían personalidades fuertes, que replicarían de alguna manera, que manifestarían descontento ante alguna calificación más baja de lo esperado, etc. Pero lo que ocurrió sinceramente no lo esperaba.
Comenzó a circular entre los chicos una hoja de papel cuadriculado y no le presté atención porque podía ser cualquier cosa y ciertamente no me preocupó. Ellos son un grupo activo, así que bien podría ser una lista para alguna actividad o un juego simplemente que alguien había ideado. Algunos se lamentaban de su bajo rendimiento, otros festejaban una nota de excelencia, etc. Pero comenzaron a llegar a mis oídos comentarios altisonantes, vi miradas altivas y actitudes desafiantes, lo cual me llevó a prestar más atención a la situación de fondo. Descubrí que la hoja era la idea de uno de los alumnos que, abiertamente en desacuerdo con mis decisiones o más bien con mi criterio de maestro, había estado juntando firmas entre sus compañeros (con un alto índice de adhesión) para presentar a la directora y elevar así una queja relacionada con mis notas y los bajos resultados de la mayoría. Una de las compañeras le decía a este niño que yo no tenía la culpa de que ellos no hubiesen estudiado, que los únicos responsables del pobre rendimiento eran ellos como alumnos. Cuando yo secuestré la hoja, alguien con voz resignada alcanzó a lamentar que esa hoja nunca llegaría a la directora y que de todas maneras yo jamás cambiaría mis calificaciones por el hecho de que ellos se mostrasen descontentos.
Una tristeza indefinida me embargó. Pensé que algo habíamos estado haciendo mal.
La educación que importa no es difusión, no es conferencia ni discurso. Es diálogo. No se publica en las esquinas con altoparlantes, más bien se susurra al oído o ni siquiera.
No espero que los maestros eduquen a mis hijos. Esa es mi tarea. De la misma manera, no pretendería jamás hacerlo con mis alumnos. Ellos tienen a sus padres. Pero cuando un grupo de niños juntan firmas delante de su maestro para elevar una queja formal, entiendo que desde ambas partes estamos errando el camino. Evidentemente esa no es la clase de rebeldía que quiero para mis hijos, tampoco para mis alumnos.
Deberíamos enseñar a nuestros niños y jóvenes que es saludable rebelarse. Pero que la toma de una escuela o cortar una calle no va a desmontar las piezas de las instituciones inicuas y vetustas. Deberíamos hacerles ver que la manera más efectiva de llamar la atención no es la falta de respeto y la desidia, sino todo lo contrario. Si desean un cambio radical tienen que entender que ese cambio se debe dar de adentro hacia afuera. Desde la comprensión y conversión intelectual a un concepto o doctrina. Luego sí, esa conversión se manifestará naturalmente, decantará con fluidez y sin compulsión hacia lo externo. Y los cambios vendrán.
Vino a mi mente un libro que leí hace unos años y que fue la expresión de una postura a la que yo adherí y adhiero en muchas de sus dimensiones. El hombre rebelde fue escrito por Albert Camus y publicado en 1951 y contiene maravillas como esta:
“La mar primordial repite incansablemente en la misma playa las mismas palabras y rechaza a los mismos seres asombrados de vivir. Pero por lo menos para quien consiente en retornar y en que todo retorne, que se hace eco y eco exaltado, participa de la divinidad del mundo”.
Ser rebelde significa buscar desesperadamente un pasaje por debajo de todo, intentar hallar el sentido último de las cosas, sin cejar, sin desistir. En este esfuerzo hay un heroísmo ciego pero lúcido, porque no hay mayor lucidez que la del hombre que busca, aun cuando nunca sepa exactamente qué desea encontrar. De hecho, los textos más fundamentales no se han escrito para ser comprendidos, sino más bien para ser percibidos.
¿Es posible todavía una rebeldía?
Por razones doctrinales o bien históricas, el hombre rebelde es, hoy, el que se sujeta. ¿A qué? A la ley. Adhiero a la rebeldía del obediente. La doctrina de la rebeldía no es otra cosa que la inspiración. Todo rebelde encuentra su dogma, su corpus, en aquello que lo inspira. Es, por tanto, poseedor de una fe que se va construyendo a medida que expande su percepción.
Hoy el rebelde tiene una tarea mucho más sutil y compleja. Hoy el acto de rebeldía es un acto profundamente íntimo. Es la resistencia a ser convertido en miembro de la multitud. Es saber estar en la multitud pero sin ser parte de ella. Es enseñar a dudar de lo enseñado. Es, ante todo, pensar.
La rebeldía del pensamiento es la más poderosa y la que llega más lejos. La que socava toda clase de muros hasta hacerlos caer, es el lenguaje de los que no requieren de las palabras para luchar. La rebeldía de la sensibilidad, la rebeldía del esfuerzo, la rebeldía del estudio y el sacrificio. Es la resistencia más insidiosa y temida por los que persisten en esclavizarnos. El pensamiento es la empalizada más alta, el arma más potente, la barricada más inexpugnable. Es la forma perfecta de la libertad.
Hoy vivimos en un país dividido. Un país lleno de odios y de juicios absolutos. Un país en el que opinar diferente es opinar en contra. Urge dejar atrás esa mediocridad y chatura y enseñar a nuestros niños que es posible y que es preciso pensar.
Participemos, como dijera Camus hace varias décadas atrás, de la divinidad de este mundo. Enseñemos la verdadera rebeldía. Enseñemos a pensar.